Acontecimientos recientes de mi vida me llevan a reflexionar sobre qué supone madurar. Y me doy cuenta de que, en realidad, no es más (ni menos) que aceptar que no somos una bola cualquiera de billar que va girando a causa de la interacción con otras, sino que nuestro papel en la vida lo deberíamos ver como el de la bola blanca que, a pesar de que siempre puede desviarse en contacto con otras, es la que toma una determinación, la que va en una dirección concreta, la que asume su propio juego y busca qué camino seguir para llegar a las metas que se propone.
Tenemos tendencia a pensar que la vida nos lleva por caminos que no hemos elegido, y ello (o la creencia en el destino, o en un ser superior que nos rige, o cualquier teoría similar) hace que nos desliguemos de nuestra responsabilidad sobre nuestro presente y nuestro futuro.
Se suele pensar que el futuro no existe, que el tiempo es relativo, y que de lo que pase mañana no tenemos ni conocimiento ni control. Pero nos equivocamos: nuestro futuro es hoy. Mañana pensaremos en hoy y haremos el balance de si pudimos hacer las cosas de otro modo, si pudimos tomar otras determinaciones o si, por el contrario, escogimos bien nuestro camino para llegar a donde mañana queríamos llegar (independientemente del resultado que la interacción pueda llegar a provocarnos).