Estuve comiendo con una antigua compañera de trabajo con la que me veo de vez en cuando.
Recordaba con ella que, cuando trabajábamos juntas, al principio me daba la sensación de que ella era toda suave y blandita (no en vano tiene nombre de flor) y yo un cactus. Y para colmo, en vez de pensar que la podría ofender con mi dureza, era yo la que me sentía agobiada por su candor…
Poco a poco hemos ido creciendo lo suficiente como para acercarnos más a la postura de la otra de modo que ya ninguna es el extremo que éramos entonces.
Hablando con ella, me he dado cuenta de que partimos de una visión de la vida desde polos opuestos:
Yo siempre parto del punto de vista del miedo, todo me da miedo y enfrentarme a la vida ha sido muy duro durante los últimos años.
Ella, al contrario, nace en un entorno muy complicado emocionalmente y, en cambio, es valiente y no teme a nada: es “blandita” en el sentido de que sufre por muchas cosas (emocionalmente hablando) pero en cambio es de hierro cuando se trata de defender sus ideales.
Lo más bonito ha sido darme cuenta de que venir de entornos opuestos no nos ha impedido llegar al mismo punto, empezando a ver la vida de un modo bastante parecido (tolerancia; alejarnos de la búsqueda de la perfección enfermiza; querer cuidar nuestro cuerpo y nuestra imagen sin perjudicarla hasta el extremo de querer ser diferentes; amar con el riesgo de que nos dañen pero sin querer asumir el riesgo de dejar de hacerlo…)
La conclusión que hemos sacado es que debe ser la madurez.
Sea lo que sea, ¡bienvenida!
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